Artículo de Mariano Rajoy en El Mundo
Desde la firmeza.
Siempre he reivindicado la firmeza en la lucha antiterrorista. Lo he hecho con la sinceridad de quien tiene las ideas claras acerca del único escenario posible de combate del terrorismo.Me refiero al que definen los principios que fundaron la España democrática que quisimos entre todos y que plasmó con brillantez la fórmula constitucional de 1978. Hablo de la arquitectura cívica sobre la que se asienta la Justicia en una sociedad abierta.
De una convicción básica e irrenunciable por parte de quien gobierna y que pensaba que todos habíamos aceptado: que al terrorismo se le derrota, no se le invita a dialogar.
El Pacto Antiterrorista y la Ley de Partidos se inspiraron en esa convicción. Un Pacto y una Ley que fijaron un compromiso irrenunciable que, gobernara quien gobernara, nunca se cambiaría.La política antiterrorista consistió en combatir el terrorismo con toda la fuerza de la ley, y sólo desde ella. Nunca se podía dar a los terroristas más salida que su derrota. Había que cerrarles el paso en todos los escenarios, incluyendo el de las instituciones.
Esa convicción ha sido rota contra la voluntad del partido que presido. No lo olvidemos. A nosotros no se nos puede achacar la iniciativa en los acontecimientos vividos y de los que, además, no hemos sido informados. Nosotros no hemos sustituido un Pacto que apoyaban los dos grandes partidos con capacidad de alternancia en el gobierno de España y que representan al 90 % de los españoles por otro que, todo hay que decirlo, agrupa al partido socialista y a las restantes formaciones parlamentarias, es decir, a menos del sesenta por ciento de los españoles. Habrá quien considere este cambio un éxito ya que podrá jactarse de habernos dejado solos parlamentariamente. Pero aunque no nos gusta este escenario, lo cierto es que la soledad presente nos conforta; siquiera porque nadie podrá decirnos que al renunciar a ella somos 'bienvenidos al club de Perpiñán'.
En este sentido, creo que hay algunos datos que nadie puede discutir objetivamente y que merecerían una cierta consideración si queremos analizar con justicia la situación por la que atravesamos. Hasta hace unos meses ETA estaba aislada política e institucionalmente, con la sola excepción a extinguir de su presencia en el Parlamento Vasco. De hecho, Batasuna estaba ilegalizada y presente en la lista europea de organizaciones terroristas. Hoy, sin embargo, esto ya no es así. Los terroristas siguen estando en el Parlamento vasco; condicionan la elección de su presidente y del lehendakari y, desde hace unos días, gracias a una resolución aprobada en el Congreso de los Diputados, fijan unilateralmente los tiempos, el procedimiento y los contenidos de una posible negociación con ellos por parte del Gobierno de España.
La responsabilidad de que esto haya acontecido es del señor Zapatero.Lo más grave es que, a la vista de estos hechos, el presidente del Gobierno haya sido capaz de decir públicamente -como sucedió en el Debate sobre el estado de la Nación- que el deseo de paz que tienen los españoles tratará de ser satisfecho aunque sin incurrir en un precio político. La pregunta es clara: ¿ha dicho realmente la verdad en el Congreso? ¿Acaso no había ya tácitamente un precio político sobre la mesa al permitir que ETA haya vuelto a tener interlocución política con su presencia en el Parlamento vasco gracias a la representación del PCTV? Es más, ¿cómo deben entender los españoles su silencio ante los atentados del pasado domingo?
Me parece que la explicación a todo esto reside -y voy a ser generoso en la apreciación- en que nuestro Gobierno no mide la dudosa eficacia de sus apresuradas decisiones ni, sobre todo, las consecuencias morales que se desprenden de ellas. Lograr la paz siguiendo la fórmula de negociación a dos mesas esgrimida por Patxi López es jugar una partida con cartas marcadas por los terroristas. No se puede negociar con un interlocutor que somete al otro a dialogar bajo una espada de Damocles. Y no nos engañemos: eso es lo que está haciendo ETA con la democracia española al amenazarla con seguir matando si no se cumplen las condiciones que fija unilateralmente. No darse cuenta de que al hacer esto se deben atender las exigencias de ETA y, si no, se tiene un problema, es algo más que una torpeza: es sencillamente una indignidad.
Lo más preocupante del asunto está aquí: en que nuestro Gobierno no entiende que su iniciativa, por primera vez en la historia de nuestra democracia, hace que corramos el riesgo de comprometer la dignidad de nuestra sociedad. Es más, lo realmente lamentable es que por primera vez estamos ante la situación de ver cómo puede verse ofendida la memoria del millar de hombres y mujeres que dieron su vida por los derechos y libertades que nacieron con nuestra Constitución.
Las víctimas ya han hablado desde la legitimidad absoluta que ofrece su dolor. Han expresado públicamente su desamparo y esperan que esa ofensa no llegue a materializarse. Su testimonio no ha sido aislado. Otras voces se han sumado a ellas y se han alzado con valentía desde Euskadi reivindicando su dignidad, exigiendo que no se negocie a costa del recuerdo de las víctimas. Porque así sería si ETA lograra una victoria sobre la democracia imponiéndole sus condiciones antes de que los terroristas reconocieran su derrota. Si fuera así, si se lograra abrir un diálogo con ETA en tan infames condiciones, entonces no sólo estaríamos llevando a nuestra democracia a la indignidad, sino que estaríamos incurriendo en una gravísima injusticia al dejar en la estacada a quienes sufren el trance de verse aisladas y olvidadas en el ejercicio de su entereza ética, de su ejemplo moral.