Luis Herrero en El Mundo.
Federico, ¡más caña!
LUIS HERRERO
Pincho de tortilla y caña a que el nombre de Federico Jiménez Losantos estará en boca de muchos durante la temporada que viene. Aparte de sus oyentes habituales, que cada vez son más, hablarán de él dos clases de personas: en las antípodas de sus planteamientos ideológicos, los que quieren verle mediáticamente muerto, porque lo deploran, y los que estando cerca de su ideario le acusan de encarnar a la fiera canina que asusta a los votantes de la derecha civilizada.
LUIS HERRERO
Pincho de tortilla y caña a que el nombre de Federico Jiménez Losantos estará en boca de muchos durante la temporada que viene. Aparte de sus oyentes habituales, que cada vez son más, hablarán de él dos clases de personas: en las antípodas de sus planteamientos ideológicos, los que quieren verle mediáticamente muerto, porque lo deploran, y los que estando cerca de su ideario le acusan de encarnar a la fiera canina que asusta a los votantes de la derecha civilizada.
El prototipo de esta segunda clase de detractores es Alberto Ruiz-Gallardón, que presume de aglutinar el voto cautivo del núcleo duro de la militancia del PP, el cambiadizo de los centristas más sesudos y el moderado de los socialistas arrepentidos. Alberto y Federico son dos personas condenadas a llevarse mal. Hace algún tiempo fui testigo de una conversación en la que el primero le decía al segundo: «tú no me harás ganar unas elecciones, pero puedes hacer que las pierda». Tal vez por eso el alcalde de Madrid procuró durante mucho tiempo que las tiranteces que había entre ambos no acabaran por arruinar la precaria relación que aún les permitía sobrellevarse.
A raíz de una violenta discusión que tuvieron en la radio hace dos años, los puentes saltaron por los aires y Ruiz-Gallardón me llamó varias veces para que le ayudara a reconstruirlos. Lo intenté. Soy amigo de ambos, aunque mucho más de Federico, y no me gusta vivir en un mundo de caras largas. Tardé muchos meses en conseguir que Federico aceptara sentarse a comer con Alberto, y cuando finalmente accedió -más por callarme la boca que por convencimiento- ya era demasiado tarde. Alberto nunca acudió a la cita. Ni siquiera permitió que se concretara. Tardé en entender el porqué, hasta que un día me di cuenta de que su nueva táctica le llevaba a publicitar el enfrentamiento, en lugar de a resolverlo, para acreditar, frente al perfil bronco y áspero de su antagonista, el perfil moderado y amable que reclama como propio. Lo que a Alberto le interesa es enviar un mensaje concreto a esa franja del electorado que, como él, piensa que la Cope destila fundamentalismo cavernícola: él es el único líder del PP que, en público, se atreve a tenérselas tiesas con Federico, el ciudadano que no se arredra a la hora de presentarle una querella criminal por injurias y calumnias, el alcalde que no se para a medir el daño electoral que puede provocarle una enemistad semejante.
La perseverancia de Alberto en ese nuevo cálculo hace prácticamente imposible que cualquier otro intento de mediación corra mejor suerte que el mío. Lo podrán instar personas más influyentes, con argumentos más sólidos y en circunstancias más favorables, pero si estoy en lo cierto, el alcalde de Madrid dirá una cosa -que quiere la paz-, pero hará otra distinta que le mantenga en la guerra, porque esa guerra -piensa- le hace crecer ante la opinión pública, por contraste, como el líder centrista que quiere ser. Añádanse después un par de bodas gay y unos cuantos guiños a Polanco y el póster quedará listo, a la espera de que se decrete el estado de necesidad que hace falta para que sea útil.
En el fondo de este planteamiento subyace la idea de que el mero hecho de alejarse de las posiciones de Federico, marcar las distancias con él, ya es causa suficiente para mudar el uniforme de derechista rabioso por el de demócrata de centro. Pero eso, con todos mis respetos, no deja de ser una solemne estupidez. No es verdad que La Mañana se haya convertido en ese faro de radicalismo conservador que algunos denuncian a pleno pulmón. Basta escuchar el programa con cierta atención, procurando discriminar lo sustantivo de lo coloquial, para darse cuenta de que en él se manejan a diario argumentos reflexivos, elaborados de buena fe, de hondura más que estimable, aunque -¡faltaría más!- tan discutibles como exige la naturaleza de los asuntos temporales de los que se ocupa. Su dureza formal puede herir a veces la sensibilidad de la execrable moda de lo políticamente correcto, pero lo cierto es que siempre se ciñen al criterio de proporcionalidad que cabe exigirle a toda respuesta. Nunca antes, algunos valores esenciales de media España -familia, religión, educación, nación- habían sido agredidos como ahora por los poderes públicos, y nunca esa media España había estado tan indefensa. Si no fuera por el afán de algunos idiotas por sacarlo todo de contexto dan ganas de gritar: «¡Federico, más caña!».
Por supuesto, se puede ser al mismo tiempo simpatizante del PP y detractor de Federico. Verbigracia, Ruiz-Gallardón. Entre esa gente hay dos argumentos que suelen hacer fortuna cuando de lo que se trata es de etiquetar de radical a La Mañana de la Cope. El primero es que Federico recurre con frecuencia al insulto y el segundo que no sólo se conforma con arremeter contra el PSOE sino que, además, le sacude a Rajoy más que a una estera. En particular no soportan que le llame maricomplejines. Creen que es una manera de pedirle que se tire al monte. De los dos argumentos, me interesa más el segundo que el primero. Lo de los insultos ya lo tengo muy oído, fue el ariete con el que trataron de desestabilizar a Antonio Herrero, y además ya está el Código Penal para dirimir cualquier ofensa que se tercie. Respecto a lo de las sacudidas al PP, viene a cuento una anécdota de Las Cortes franquistas que se le atribuye a Jesús Fueyo, intelectual del Régimen, y al general Camilo Alonso Vega, a quien sus amigos, a sus espaldas, llamaban Camulo. El general hizo un día una aguerrida soflama parlamentaria, no demasiado lúcida, y el intelectual se puso en pie para responderle: «Mi general, estoy a sus órdenes pero no a sus opiniones».
Siempre he creído que de las combinaciones posibles entre esos dos conceptos, órdenes y opiniones, salen las tres clases de periodistas que conozco. Primero están los periodistas que siempre se ponen a las órdenes del que manda, cualesquiera que sean sus opiniones. Son mercenarios a los que no hace falta decirles cómo tienen que abrir el telediario. Después, los periodistas que no están a las órdenes del poderoso, pero sí a muchas de sus opiniones. No se arrodillan ante los comisarios políticos, exhiben su independencia con críticas racheadas, pero cuando les conviene se apresuran a escoltar las opiniones de turno por puro utilitarismo. Para ellos, un político es tanto mejor cuanto mejor les trata, y menos de fiar cuanto más recela de ellos. Sólo aspiran a ser cada vez más influyentes y dosifican la crítica para alcanzar ese objetivo. Por último están los que pasan de las órdenes y de las opiniones del poder y sólo responden a convicciones propias. Son los periodistas asilvestrados. Federico, sin ninguna duda, es uno de ellos. ¿Que sacude demasiado a Mariano Rajoy? Algo habrá hecho Rajoy para merecerlo. El día que Federico Jiménez Losantos deje de comportarse así, lo prometo, seré yo quien le sacuda a él.