Gabriel Albiac en "La Razón": "Presunción y espectáculo"
Presunción y espectáculo
Por Gabriel Albiac
17/09/2007
Diario "La Razón"
La presunción de inocencia fue ideada como ficción. Que blinda otra ficción: la igualdad jurídica, a la cual Sieyès declara, en 1789, único artificio para acabar con el estamentario Viejo Régimen sin delirar igualdades materiales que privarían de potestad normativa al Estado. La igualdad frente a la ley sólo es pensable allá donde el ciudadano comparezca ante el juez revestido de la plena protección de una inocencia presupuesta. Que nadie sea culpable antes de la sentencia firme, es determinación sin la cual no hay democracia. A nadie se pedirá jamás que demuestre su inocencia: tal es el «password» de una sociedad moderna.
Lo era. Hasta que los medios de comunicación se hicieron universales e instantáneos. Y el mundo se trocó en un inmenso escenario, sobre el cual hay que hacer correr de continuo sangre y melodrama para que la clientela no zapee.
Por Gabriel Albiac
17/09/2007
Diario "La Razón"
La presunción de inocencia fue ideada como ficción. Que blinda otra ficción: la igualdad jurídica, a la cual Sieyès declara, en 1789, único artificio para acabar con el estamentario Viejo Régimen sin delirar igualdades materiales que privarían de potestad normativa al Estado. La igualdad frente a la ley sólo es pensable allá donde el ciudadano comparezca ante el juez revestido de la plena protección de una inocencia presupuesta. Que nadie sea culpable antes de la sentencia firme, es determinación sin la cual no hay democracia. A nadie se pedirá jamás que demuestre su inocencia: tal es el «password» de una sociedad moderna.
Lo era. Hasta que los medios de comunicación se hicieron universales e instantáneos. Y el mundo se trocó en un inmenso escenario, sobre el cual hay que hacer correr de continuo sangre y melodrama para que la clientela no zapee.
El «caso Outreau» hizo reconsiderar, en Francia, la literatura académica sobre esa joya de las sociedades libres, sin la cual todo es farsa: la presunción de inocencia. La «presunción» real, no sólo sus liturgias. El «caso» es sencillo. Trata de una epidemia de crímenes sexuales escenificados por una banda de pederastas que habrían tomado posesión de toda una periferia urbana: desde la alcaldía hasta la parroquia, pasando por padres y parientes. Las cámaras dieron de ello la cuenta que era previsibles. La prensa escrita no fue más cauta. Día a día, el espectador recibía su dosis de carnaza. Cada mañana, más horrible. Nadie pareció querer preguntarse cómo era posible que cada paso policial, o aun judicial, fuera retransmitido al público anhelante en riguroso directo. Llegó la vista oral. No recuerdo al cabo de cuantos años. Sí recuerdo que uno de los procesados se suicidó.
Que los demás habían ido quedando, material, familiar y moralmente, arruinados.
Llegó la vista oral. Al segundo día, todos fueron liberados sin cargos. Y el Estado entonó la más solemne palinodia por su error desde el «caso Dreyfus». Y la más letal para la magistratura.
Yo pude ver, luego, al juez instructor, deshecho, rendir cuentas ante la comisión de Estado. Era muy joven y había sido muy brillante. Lo era aún lo bastante para entender la raíz de su ruina: la presión de la imagen pública en torno al procedimiento había sido insalvable. «Vio» lo sucedido. Como una evidencia fílmica. Ninguna cautela metódica tuvo fuerza suficiente para poner dique a esa imagen ya «hecha». No hay «presunción de inocencia» que sobreviva a ese tipo de evidencia. Y a los destruidos acusados de Outreau, hubo que unir otro: aquel pobre juez que fue, pocos años antes, uno de los más cualificados estudiantes de su generación. «En la Escuela no me enseñaron cómo enfrentarme a esto», le oí decir.
«Caso McCann». La policía portuguesa filtra cuanto sabe o supone. En minutos. El comisario jefe «no querría tener una madre» tan fría como la de la desaparecida. Antes aún de haber cuerpo del crimen, la policía y la prensa popular han abierto vista oral. ¿Qué queda de la «presunción de inocencia», después de eso? Debería preocuparnos. Es mucho más letal que el «caso» mismo.
Que los demás habían ido quedando, material, familiar y moralmente, arruinados.
Llegó la vista oral. Al segundo día, todos fueron liberados sin cargos. Y el Estado entonó la más solemne palinodia por su error desde el «caso Dreyfus». Y la más letal para la magistratura.
Yo pude ver, luego, al juez instructor, deshecho, rendir cuentas ante la comisión de Estado. Era muy joven y había sido muy brillante. Lo era aún lo bastante para entender la raíz de su ruina: la presión de la imagen pública en torno al procedimiento había sido insalvable. «Vio» lo sucedido. Como una evidencia fílmica. Ninguna cautela metódica tuvo fuerza suficiente para poner dique a esa imagen ya «hecha». No hay «presunción de inocencia» que sobreviva a ese tipo de evidencia. Y a los destruidos acusados de Outreau, hubo que unir otro: aquel pobre juez que fue, pocos años antes, uno de los más cualificados estudiantes de su generación. «En la Escuela no me enseñaron cómo enfrentarme a esto», le oí decir.
«Caso McCann». La policía portuguesa filtra cuanto sabe o supone. En minutos. El comisario jefe «no querría tener una madre» tan fría como la de la desaparecida. Antes aún de haber cuerpo del crimen, la policía y la prensa popular han abierto vista oral. ¿Qué queda de la «presunción de inocencia», después de eso? Debería preocuparnos. Es mucho más letal que el «caso» mismo.