El guateque - por David Gistau en El Mundo
El guateque
DAVID GISTAU
El Mundo
16/11/2007
A la imagen de la Guardia Civil, con sus chalecos reflectantes y sus pipas al cinto, entrando en dependencias del Ayuntamiento de Madrid sólo le faltan 'Cachuli' y 'la Pantoja' para terminar de degradar a la conversación bajo el secador de pelo a un consistorio regido por una vocación de estadista y una voluntad de transformar el poblachón en París. Y que de pronto se nos aparece penetrado por los Soprano y reducido a una estampa cañí propia de la antología del tardo-gilismo.
Para la cúpula política, el daño es sólo estético, pero enorme. Y deja a Gallardón en una situación semejante a la de Jack Nicholson cuando en Algunos hombres buenos aplicaron un código rojo en su base: si no es culpable de haberlo ordenado, sí lo es de no haberlo evitado, ni siquiera cuando cualquier hostelero sabía que había que pasar por caja, exigencia que iba soldada al bastón de mando.
En todo caso, la intervención refuta una creencia que la ciudadanía tiene interiorizada. En la lucha contra la corrupción, de vez en cuando se ofrece al corral de comedias televisivo la cabeza de un alcalde más o menos excéntrico, y en absoluto protegido por las siglas tradicionales: un personaje del Tomate con el que resulte fácil hacer escarnio chabacano. Pero en cambio es menos habitual, aunque salten evidencias como la del famoso 3% catalán, que se ataque la endogamia de los partidos que gastan coartada de serios, que trenzan redes clientelares que placan la denuncia, y que administran sus pelotazos en palcos deportivos y en cenáculos harto más formales que el jacuzzi de Gil. A esto ha de deberse la sensación de impunidad con que delinquían los invitados al guateque del Ayuntamiento de Madrid, así como la convicción de estar asistiendo a una profanación que nos deja la imagen de la Guardia Civil irrumpiendo en un consistorio que no es de los excéntricos, de los autorizados por Salsa rosa.
De un tiempo a esta parte, Madrid, la ciudad en la que Suso de Toro percibe una «ciudadela de la extrema derecha» porque resiste como la aldea de los galos a la inmersión en el zapaterismo, se sintió orgullosa de sus éxitos, de su naturaleza integradora, de sus hechuras de gran urbe occidental. E incluso se pretendió una suerte de reproducción a escala experimental de lo que sería una España confiada de nuevo al PP. A alguien habrá convenido proyectar la imagen, a tan solo unos meses de las elecciones, de que esa posible España del PP es un lugar en el que la Guardia Civil se lleva los ordenadores y practica detenciones municipales, como en la peor Marbella.
El frente judicial asalta el fortín donde fracasó Miguel Sebastián. Y, por añadidura, cede argumentos al frente mediático para que desate de forma preventiva una campaña de desprestigio contra un político que sonaba para surgir en el día después del PP en marzo.
En todo caso, la intervención refuta una creencia que la ciudadanía tiene interiorizada. En la lucha contra la corrupción, de vez en cuando se ofrece al corral de comedias televisivo la cabeza de un alcalde más o menos excéntrico, y en absoluto protegido por las siglas tradicionales: un personaje del Tomate con el que resulte fácil hacer escarnio chabacano. Pero en cambio es menos habitual, aunque salten evidencias como la del famoso 3% catalán, que se ataque la endogamia de los partidos que gastan coartada de serios, que trenzan redes clientelares que placan la denuncia, y que administran sus pelotazos en palcos deportivos y en cenáculos harto más formales que el jacuzzi de Gil. A esto ha de deberse la sensación de impunidad con que delinquían los invitados al guateque del Ayuntamiento de Madrid, así como la convicción de estar asistiendo a una profanación que nos deja la imagen de la Guardia Civil irrumpiendo en un consistorio que no es de los excéntricos, de los autorizados por Salsa rosa.
De un tiempo a esta parte, Madrid, la ciudad en la que Suso de Toro percibe una «ciudadela de la extrema derecha» porque resiste como la aldea de los galos a la inmersión en el zapaterismo, se sintió orgullosa de sus éxitos, de su naturaleza integradora, de sus hechuras de gran urbe occidental. E incluso se pretendió una suerte de reproducción a escala experimental de lo que sería una España confiada de nuevo al PP. A alguien habrá convenido proyectar la imagen, a tan solo unos meses de las elecciones, de que esa posible España del PP es un lugar en el que la Guardia Civil se lleva los ordenadores y practica detenciones municipales, como en la peor Marbella.
El frente judicial asalta el fortín donde fracasó Miguel Sebastián. Y, por añadidura, cede argumentos al frente mediático para que desate de forma preventiva una campaña de desprestigio contra un político que sonaba para surgir en el día después del PP en marzo.