Discurso de Mariano Rajoy en el foro de ABC
Discurso pronunciado hoy por Mariano Rajoy en el foro de ABC.
Les aconsejo leerlo.
Queridos amigos.
En política, como en el periodismo, la actualidad nos impone su ley de hierro. Hemos de hablar, no de lo que nos gustaría, sino de lo que no podemos dejar de hablar sin desdoro. Cuando los acontecimientos reclaman nuestra intervención, no cabe escapatoria. Hasta los silencios resultan elocuentes.Desde el pasado viernes vivimos los españoles una situación que no admite silencios. La aprobación en el Parlamento de Cataluña del proyecto de reforma del Estatuto nos ha instalado súbitamente en un periodo de incertidumbre política muy grave. Muy grave para la sociedad catalana y muy grave para el conjunto de la sociedad española.
De cómo se desenvuelvan los acontecimientos, de cómo actuemos unos y otros, dependerán muchas cosas. Entre ellas, la supervivencia de la Constitución que pactamos los españoles en 1978.
Agradezco, por tanto, al Foro ABC-Vocento la oportunidad que me ofrece para intervenir en esta prestigiosa tribuna y a todos ustedes el estimulante interés que demuestran con su presencia.
Les agradezco mucho esta oportunidad porque creo que es muy importante hacer un esfuerzo para tranquilizar a los españoles, pero, a diferencia de lo que hacen otros, diciéndoles la verdad. Los españoles tienen derecho a que no se les oculte la gravedad de la situación que atravesamos. El momento presente es complicado. Negarlo sería absurdo. Sin embargo, admite soluciones y yo voy a hacer todo lo posible para que seamos capaces de encontrarlas.
Soy consciente de que como principal dirigente de la oposición, me corresponderá un especial protagonismo en este asunto. No me inquieta la responsabilidad.
Pocas cosas tengo acreditadas en mi biografía. Pero creo que nadie dejará de reconocerme, al menos, una cierta capacidad para abordar los problemas desde la moderación, el sentido común y las convicciones.
Precisamente éste es un momento que reclama mucha moderación, abundante sentido común y convicciones vigorosas. Un momento en el que es preciso hablar con firmeza pero, al mismo tiempo, ponderar todas las palabras, huir de todo tremendismo y, sobre todo, evitar que se generen más tensiones de las que ya existen. Nos enfrentamos a un conflicto muy serio, sin duda, y no queremos hacerlo mayor.
Queridos amigos. Por decirlo en pocas palabras, la reforma aprobada en el Parlamento de Cataluña propone una evidente vulneración de nuestra Carta Magna. Si esta propuesta llegara a ser respaldada por las Cortes, equivaldría a una reforma de la Constitución. Una reforma constitucional encubierta e ilegítima ideada para soslayar todos los procedimientos que exige toda reforma constitucional franca y legítima.
Las consecuencias políticas que para el conjunto de la sociedad española tendría este hecho serían gravísimas. No se trata sólo de que se cancele la Constitución actual y los españoles dejemos de formar una nación soberana. Es que se habrán roto las reglas de convivencia que pactamos en 1978. Desaparecerá en el aire ese cemento de la convivencia entre los españoles, ese espíritu de consenso constitucional que inspiró la Transición y fortaleció nuestra joven democracia. De hecho, estaríamos en la práctica ante un nuevo escenario constituyente en medio de un clima de disenso y confrontación partidista inéditos en nuestra historia reciente».
Este desaguisado monumental y sin precedentes, tiene responsables conocidos. En primer lugar está una mayoría de la clase política catalana encabezada por el Sr. Maragall. Es esa clase política la que ha cultivado durante casi dos años unas expectativas de autogobierno que eran deliberadamente inconstitucionales. Unas expectativas que no han nacido de la sociedad catalana, que no responden a sus necesidades, que no despiertan su atención, que no mejoran su bienestar, pero que tienen la virtud de satisfacer el ego de algunos políticos y las ensoñaciones ideológicas de algunas minorías.
Que se reduzca todo el debate político en Cataluña a la discusión del Estatuto mientras se dejan desatendidos los problemas reales de la sociedad catalana como puso de manifiesto la lamentable gestión del Carmel.
Que se alimente un conflicto identitario entre Cataluña y el resto de España que tan sólo existe en la mente de una minoría fanática.
Que, bajo capa de si Cataluña es o no una nación, se imponga un modelo de convivencia que está en abierta contradicción con el consenso social y económico que debe presidir el día a día de una sociedad abierta.
Que se demonice como anticatalanista a todo aquel que legítimamente les critica o se opone a ellos.
Que se lesione la Constitución elevando hasta el absurdo las expectativas de autogobierno.
Y que, además, se haya querido resolver todo este monumental lío mediante una fórmula estatutaria que impone a la sociedad catalana la idea de que ser catalán pasa por el hecho de ser menos español...
Todo ello, es consecuencia de los delirios de una clase política insisto- que ha querido pasar a la historia guiada por el interés personal y la demagogia.
Pero junto a ellos hay otro responsable de esta situación. A mis ojos mucho más responsable en razón del cargo que ocupa y del juramento que hizo al tomar posesión de dicho cargo.
Esto es lo grave de la situación, señores. A mí no me sorprende que unos nacionalistas que cultivan ideas trasnochadas completamente ajenas a la modernidad elaboren quimeras autárquicas. Se comprende. Son nacionalistas y están a lo suyo.
Lo grave es que el presidente del Gobierno esté alineado con ellos. Es decir que aquel a quien corresponde velar por los valores constitucionales, los derechos ciudadanos y el imperio de la ley se asocie con quienes se proponen abiertamente echarlos por tierra. Esto es lo que produce la mayor alarma, señores. Quien está llamado a resolver la situación es quien más la ha fomentado: el presidente del Gobierno español. El mismo que en el 2003, cuando todavía estaba en la oposición, defendía para España la vía catalana que encarnaba el tripartito presidido por Maragall.
El mismo que, siendo ya Presidente del Gobierno afirmó que aceptaría en las Cortes cualquier texto de Estatuto que aprobara el Parlamento de Cataluña sin tocarle una coma. El mismo que no considera importante que España sea una nación pero considera muy importante que Cataluña lo sea.
Bien podemos decir que este el Estatuto Zapatero. Lo ha alentado, nutrido, ha retirado de su camino estorbos como nación o soberanía, ha hecho de comadrón cuando se atascaba, ha exigido a la Mesa de las Cortes que lo admita a trámite, nos lo presenta como una gran oportunidad, y está dispuesto a que las Cortes lo tramiten. Bien podemos decir que es su estatuto.
No imagino que las cosas hubieran podido ocurrir con otra persona. Ha sido la carencia de criterio y de liderazgo que caracterizan al señor Zapatero, su ambigüedad y su incapacidad para desplegar convicciones en momentos en los que es necesario hacerlo, lo que ha dado alas a Maragall para llevar las cosas hasta aquí.
Ahora que el señor Zapatero nos ha impuesto un estatuto que revienta la Constitución, quiebra la solidaridad y esteriliza la convivencia, ahora nos dice que no pasa nada, que estas cosas son normales y que, en cualquier caso, las Cortes corregirán todos los excesos del Estatuto para ajustarlo a la Constitución.
Queridos amigos. ¿Es normal que la Generalitat se arrogue capacidad de codecisión sobre los asuntos que afectan a todos los españoles mientras que ni el Parlamento ni el Gobierno de España no puedan decir nada sobre lo que suceda en Cataluña?
¿Acaso es normal que se establezca una relación bilateral de tú a tú- entre el Gobierno de España y la Generalitat?
¿A nadie le inquieta que se borre de un plumazo la capacidad de actuación de la Administración del Estado en el ejercicio de sus competencias exclusivas en Cataluña?
¿Qué decir de un modelo de financiación que segrega a Cataluña tributariamente del resto de España instituyendo un régimen singular que rompe el principio de solidaridad entre todos los territorios que integran la Nación española?
Y finalmente, ¿puede alguien con mentalidad moderna considerar normal un proyecto de Estatuto que, además de maniatar normativamente el mercado, impone a la sociedad catalana un modelo de convivencia en torno a valores y principios intervencionistas y dirigistas que erosionan los cimientos de cualquier sociedad abierta que se precie de serlo?
Creo evidentemente que no. Que no hay ni un resquicio de normalidad en una proposición de ley que entra en contradicción radical con una España que, hoy por hoy, sigue siendo, de acuerdo con nuestra Constitución, una nación unida, plural, diversa y de ciudadanos iguales.
Que el Presidente del Gobierno no quiera reconocer que no hay un ápice de normalidad en una reforma estatutaria como la que nos ha remitido el Parlamento catalán me parece una indolencia inadmisible.
Da la impresión de que el Presidente se está ahorcando con su propia soga y por eso es incapaz de explicarnos cuál es el noble empeño, el empeño grande, el beneficio para España que le lleva a modificar la Constitución. ¿Qué razón podría esgrimir el Presidente para defender este imperio de la desigualdad, este perjuicio que se planea contra millones de ciudadanos?
El acuerdo que los socialistas pactaron en Santillana exigía para toda reforma estatutaria tres condiciones: constitucionalidad, consenso amplio y congruencia con el proyecto político socialista. Es decir: más cohesión social e igualdad de derechos.
¿Cómo casa esto con el estatuto? ¿Cómo se puede defender que a un español se le limite el derecho al trabajo en razón de los idiomas que hable o de las provincias que recorra; el derecho a un juicio imparcial con jueces imparciales; el derecho a decidir sobre cualquier problema que afecte a España; el derecho a hablar castellano en cualquier rincón de España?
Y ahora, el Sr. Rodríguez Zapatero dice que va a corregir el Estatuto. ¿Cómo? Primero lo hace y ahora nos dice que lo deshace. ¿Se le puede tomar en serio?
No puedo creerlo porque el señor Rodríguez Zapatero nos tiene acostumbrados a verle como un presidente acomplejado, con mala conciencia e ideas confusas. Es imposible que actúe con determinación. Ni ve claro ni se atreve. Todas las medidas que adopte serán alicortas y timoratas como de quien pide perdón.
¿Cómo podríamos creerle si es imposible apearle de las generalidades? Ni siquiera tiene el valor de señalar con claridad con qué puntos concretos del Estatuto no está de acuerdo.
¿Alguien cree que el señor Zapatero es capaz de ofrecernos una redacción alternativa? No. ¿Lo reconocerá? Tampoco. ¿Qué va a decir? Nos dirá que las cosas hay que hablarlas despacio, sin imposiciones y escuchando a todos. En resumen: nada.
El señor Carod tiene, al menos, la ventaja de la desfachatez y no oculta sus pretensiones. El señor Zapatero, sin duda para compensar, cultiva el disimulo, y el ocultamiento.
Que alguien que no ha sabido reconducir los excesos de Maragall y del PSC cuando estaban en el aire y aún no se habían fraguado; que no ha tenido autoridad ni ascendiente sobre sus compañeros catalanes para evitar que se aprobara un texto inconstitucional como el que tendremos que debatir por su culpa, nos quiera ahora convencer que podrá hacer lo que no hizo antes, me parece una puerilidad petulante.
Ni él mismo puede creerse algo así. Ni él mismo, ni, por lo que se ve, algunos de sus compañeros de partido.
Queridos amigos.
Creo que es hora de apelar a la responsabilidad de todos los que quieren que este país sea gobernado desde la sensatez y la moderación responsables.
Es momento de convicciones profundas y sentido común, no de vaguedades y demagogia.
Yo por lo menos tengo claro esto, como tengo claro que existe una nación, la Nación Española, que en 1978 se dio a sí misma una Constitución que ahora se quiere reformar sin decirlo. Es más, creo que en 1978 el pueblo español ejerció su soberanía democráticamente para fijar entre todos unas normas de convivencia que están en la Constitución y que sólo pueden modificarse de acuerdo con los procedimientos que ella establece.
Por eso me opongo a una reforma de Estatuto que altera esas normas de convivencia. Porque se vulnera la soberanía democrática del pueblo español y se le impone algo sobre lo que no ha decidido y, además, sin que se haya abierto un nuevo periodo constituyente para que así pueda expresar su opinión.
Por eso voy a trabajar para que España siga siendo España. Una España unida, cohesionada, plural y orgullosa de su diversidad. Pero, sobre todo, voy a trabajar para que Cataluña siga sintiéndose parte de ese proyecto.
Cataluña se merece algo más que el sainete cómico en que se ha convertido la política de la Generalitat. Admiro a Cataluña, su historia, su sociedad, sus instituciones y, sobre todo, ese sentido común y ese sentido de la responsabilidad que tantas veces ha demostrado tener en momentos difíciles.
Quiero para España y Cataluña lo mejor y creo que la reforma del Estatuto no es buena ni para España ni para Cataluña. Separa peligrosamente a Cataluña del resto de España y le impone un modelo de sociedad que maniata la libertad, el dinamismo y la creatividad típicas de la sociedad catalana al tiempo que la sumerge en un escenario de intervencionismo dirigista que pone en grave riesgo su crecimiento económico y su prosperidad.
Voy a explicar una y otra vez a los ciudadanos de Cataluña que la Nación Española no es algo ajeno a ellos porque la forman ciudadanos individuales que comparten el proyecto común definido por la Constitución de 1978.
Por tanto, mi oposición a la propuesta del Parlamento catalán no es una oposición a Cataluña ni a sus instituciones, ni a la voluntad de autogobierno de la que emanó el Estatuto que ahora se quiere reformar.
Me quejo de la ilegalidad. No rechazo este Estatuto por ser catalán sino porque no es justo y no es útil ni para Cataluña ni para España. Aquí no hay anticatalanismo de ninguna clase. Lo que digo hoy lo diría exactamente igual en Sevilla en La Coruña o en Bilbao si llegara el caso. Mi posición no tiene nada que ver ni con el color de las autonomías ni con el de quienes las gobiernan. Tiene que ver con la razón y con la justicia.
Tampoco albergo ningún fanatismo, ninguna rigidez, ninguna inmovilidad. Yo soy muy flexible y estoy dispuesto a modificar mis ideas tan pronto como me ofrezcan otras mejores. Mientras eso no ocurra, y de momento no ocurre, mi obligación es defender mis convicciones con la máxima coherencia.
No se trata de lo que nos gusta o de lo que no nos gusta, de ambiciones de partido o de intereses particulares. No hablo de lo que me conviene ni de lo que sería oportuno para mi partido... Estamos hablando de algo que importa a todos los españoles por igual, incluidos los españoles de Cataluña.
Y lo hacemos desde una base moral que es el requisito indispensable para reclamar la razón y que los españoles nos la reconozcan. Esa base moral consiste en exigir que se cumpla ley y que quienes juraron hacerla cumplir no eludan su deber. Esa base moral consiste en defender el interés general por encima de cualesquiera intereses particulares.
Con eso basta. Con eso nos basta para lograr que la razón y la justicia estén de nuestro lado. Si es así, no necesitamos más. Estoy convencido de que los españoles sabrán reconocerlo.
Queridos amigos.
Estamos ante una hora difícil para España, pero sé que no estamos solos. Somos mayoría los españoles que contemplamos a España como un proyecto unitario integrador que representa, no sólo el marco de nuestra aventura ciudadana y de nuestra solidaridad, sino la mejor oportunidad para que podamos contemplar un futuro abierto con esperanza. Porque podemos hacer grandes cosas pero hemos de hacerlas juntos, empeñados todos en un mismo esfuerzo.
Eso es lo que acordamos en 1978 cuando, todos juntos, refrendamos nuestro carácter de nación soberana, dueña de sus destinos. Esto es lo que acordamos cuando, por primera vez en la historia, establecimos que España era de todos y para todos. Jamás aconsejaré a los españoles que malversen esa riqueza que es nuestra mejor fuente de riqueza. Al contrario, los convocaré siempre para conservarla, para mejorarla y, como nos toca hacer hoy, para defenderla.
Muchas gracias.