Arde París
No es mayo del 68. No vienen al grito de "haz el amor y no la guerra". Hay ciertas similitudes en el afán revolucionario por cambiar el mundo. Entonces pretendían construir una utopía que se desmoronó al abrir las puertas de Kolyma. Hoy no tienen la tez blanca y la piel tersa de la pequeña burguesía levantisca. Su tez es más bien oscura, y su única fe el islam.
La yihad o guerra santa que predican desde "nuestras mezquitas", auténtico caballo de troya de la avanzadilla mahometana, se expande como la simiente por los barrios de París, de Londres, de Colonia o de Madrid. Su objetivo es global. Derrotar a los infieles e imponer su Dar al-islam sobre la faz de la tierra. Con nuestros dineros, nuestras libertades, nuestra tolerancia, y nuestra beatífica visión del mundo, hemos dejado que se instalen en nuestras ciudades, agazapados a la espera de recibir la orden que les permita cumplir la profecía de Mahoma.
Quizá sea sólo un ensayo general, o quizá la llamada a la guerra del "odio de civilizaciones", a la guerra contra los infieles, a la conquista de Dar al-harb, haya sido ya vociferada por algún almuecín con acento parisino. Los últimos acontecimientos en París estremecen nuestros corazones, porque es el preludio de una rebelión anunciada un 11 de septiembre a la caída del alba.
Y mientras, en España, nuestro gobierno y sus compinches abren las puertas a los que despiertan sus sueños de juventud y les devuelven 30 años atrás, a las barricadas, al amanecer de unas utopías que hoy saben ya inalcanzables. Sus cuentas están llenas, sus tripas también, y sus almas corruptas, perdidas para siempre. Por eso, se empeñan en reavivar la llama de la lucha y lavar sus conciencias. Lo que no fueron capaces ellos de hacer, lo harán las masas de musulmanes fanatizados por el odio a occidente. Ese mismo odio que ellos llevan dentro, porque para querer lo que te encumbra hay que primero quererse a uno mismo. El afán de destrucción de los nuevos "sans-culottes tostados" es jaleado por una generación que ya sólo piensa en la autodestrucción. Es la mortal victoria sobre la vida de quien ha perdido toda esperanza.
Nos cuenta Tucídides en un pasaje de "Historia de la Guerra del Peloponeso" (Libro VII) que, cuando ya era evidente la victoria de los siracusanos y los atenienses se encontraban en el más completo desánimo, aquéllos se sintieron impulsados a no dar tregua a estos últimos y les acosaron hasta que apresaron dieciocho de sus naves y "dieron muerte a todos sus tripulantes". Cruel actitud que, en circunstancias similares, los siracusanos no habían seguido al tomar prisioneros a los vencidos. Europa ya se ha rendido antes de ni tan siquiera comenzar a defenderse. Su desarme moral es el arma de guerra más letal con la que cuenta el fanatismo islámico. El desánimo nos ha invadido y el enemigo se apresta a golpear con su cimitarra en nuestros cuellos reblandecidos de tanto asentir a los telepredicadores de lo políticamente correcto. Si hay algo peor que la derrota es la rendición incondicional de quien no quiere ver que su turno le ha llegado.
La yihad o guerra santa que predican desde "nuestras mezquitas", auténtico caballo de troya de la avanzadilla mahometana, se expande como la simiente por los barrios de París, de Londres, de Colonia o de Madrid. Su objetivo es global. Derrotar a los infieles e imponer su Dar al-islam sobre la faz de la tierra. Con nuestros dineros, nuestras libertades, nuestra tolerancia, y nuestra beatífica visión del mundo, hemos dejado que se instalen en nuestras ciudades, agazapados a la espera de recibir la orden que les permita cumplir la profecía de Mahoma.
Quizá sea sólo un ensayo general, o quizá la llamada a la guerra del "odio de civilizaciones", a la guerra contra los infieles, a la conquista de Dar al-harb, haya sido ya vociferada por algún almuecín con acento parisino. Los últimos acontecimientos en París estremecen nuestros corazones, porque es el preludio de una rebelión anunciada un 11 de septiembre a la caída del alba.
Y mientras, en España, nuestro gobierno y sus compinches abren las puertas a los que despiertan sus sueños de juventud y les devuelven 30 años atrás, a las barricadas, al amanecer de unas utopías que hoy saben ya inalcanzables. Sus cuentas están llenas, sus tripas también, y sus almas corruptas, perdidas para siempre. Por eso, se empeñan en reavivar la llama de la lucha y lavar sus conciencias. Lo que no fueron capaces ellos de hacer, lo harán las masas de musulmanes fanatizados por el odio a occidente. Ese mismo odio que ellos llevan dentro, porque para querer lo que te encumbra hay que primero quererse a uno mismo. El afán de destrucción de los nuevos "sans-culottes tostados" es jaleado por una generación que ya sólo piensa en la autodestrucción. Es la mortal victoria sobre la vida de quien ha perdido toda esperanza.
Nos cuenta Tucídides en un pasaje de "Historia de la Guerra del Peloponeso" (Libro VII) que, cuando ya era evidente la victoria de los siracusanos y los atenienses se encontraban en el más completo desánimo, aquéllos se sintieron impulsados a no dar tregua a estos últimos y les acosaron hasta que apresaron dieciocho de sus naves y "dieron muerte a todos sus tripulantes". Cruel actitud que, en circunstancias similares, los siracusanos no habían seguido al tomar prisioneros a los vencidos. Europa ya se ha rendido antes de ni tan siquiera comenzar a defenderse. Su desarme moral es el arma de guerra más letal con la que cuenta el fanatismo islámico. El desánimo nos ha invadido y el enemigo se apresta a golpear con su cimitarra en nuestros cuellos reblandecidos de tanto asentir a los telepredicadores de lo políticamente correcto. Si hay algo peor que la derrota es la rendición incondicional de quien no quiere ver que su turno le ha llegado.